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“Así, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efesios 5:23-27).
Dios creó a Adán y Eva perfectos con el fin de que su descendencia fuese perfecta y poblase la tierra edificando Su reino. Por eso, recibieron la bendición del matrimonio y la autoridad para dominar y sojuzgar la tierra. Adán tipificaba al Señor Jesús, y Eva, a la Iglesia. Ese matrimonio es lo que hace generar verdaderos hijos de Dios. Hijos que tienen la imagen del Padre.
El Espíritu Santo, a través de la palabra, ha sugerido que el comportamiento del marido y de la mujer reflejen, de alguna forma, la relación entre el Señor Jesús y Su Iglesia. Cuando la Biblia enseña que “La mujer sabia edifica su casa…” (Proverbios 14:1), es porque sobre sus hombros pesa más que en el hombre la responsabilidad de estabilizar su hogar. Hasta donde dependa de la mujer, así dependerá toda su familia. La mayor responsabilidad del hombre está en su fidelidad con su mujer: él tiene la obligación de amarla de la misma forma como el Señor Jesús amó a Su Iglesia.
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