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Una ofensa a Dios

La bendición y la maldición, así como la honra y la deshonra, están enteramente condicionadas a la obediencia a los Mandamientos Sagrados.

Una ofensa a Dios

La bendición y la maldición, así como la honra y la deshonra, están enteramente condicionadas a la obediencia a los Mandamientos Sagrados. Entonces, nadie puede decir que Dios fue injusto con él; a fin de cuentas, recibimos de Él aquello que Le presentamos. Si es consideración, recibimos de regreso consideración, pero si es desprecio, recibimos desprecio también (1 Samuel 2:30).

Su juicio, además de ser inviolable, es justo, pues Dios no hace acepción de personas. Así, para mostrar cuán ultrajado Se sentía, Él prometió refregar en la cara de los sacerdotes infieles los excrementos de los animales enfermos y defectuosos que Le ofrecían sobre el Altar.

“…Y os echaré estiércol a la cara, el estiércol de vuestras fiestas, y seréis llevados con él.” (Malaquías 2:3)

Nada puede ser más ofensivo para una persona, en cualquier cultura o época, que recibir algo lanzado en su rostro. ¡Imagínese entonces oír tal declaración y recibir tal cosa del Propio Dios Todopoderoso! Esa actitud mostraba lo mucho que el Señor abominaba las ofrendas inmundas que los religiosos Le daban.

En general, las entrañas de los animales y sus desechos eran quemados bien lejos de Jerusalén, para que no contaminasen a las personas. Sin embargo, el Altísimo vio que no había otra forma de mostrar Su reprobación, sino cubriendo a los sacerdotes con vergüenza delante de todos.

Entendemos que echar el estiércol a la cara no era una acción literal. ¡Representaba situaciones de dolor y humillación pública tan grandes que aquellos hombres no tendrían coraje de levantar su propio rostro!

Nada Le impide al Altísimo revelar Su desagrado con relación a una pésima ofrenda de un individuo, aunque este posea una excelente posición, grandes habilidades y/u orgullo por pensar que agrada a Dios.

Podemos comprender, entonces, que una ofrenda reprobada por Dios regresa a quien la ofreció y encima queda estampada en la vida de esa persona, para que otros la vean.

Mensaje substraído de: El Oro y el Altar (autor: Obispo Edir Macedo)

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