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Desde 1962, con ocasión de la crisis de los misiles soviéticos instalados en Cuba, nunca el mundo había estado tan cerca del despeñadero nuclear. Los estados mayores ya han calculado los escenarios y las respuestas al disparo que rompería el tabú mantenido desde 1945, cuando Hiroshima y Nagasaki sufrieron los primeros y únicos bombardeos nucleares de la historia. Es enorme, si no imposible, la dificultad de una respuesta contundente y a la vez equilibrada, un castigo medido que no contribuya ni un ápice más en la escalada de Vladímir Putin.
El caso más leve sería una prueba nuclear en las proximidades de Ucrania, en el mar Negro por ejemplo, a título de advertencia y sin víctimas. Constituiría una vulneración del Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares, firmado y ratificado por Rusia, además de la Carta de Naciones Unidas y del Tratado de No Proliferación en la medida en que constituye una acción de intimidación nuclear. Además de un severo reproche internacional, daría pie a la máxima intensificación de las sanciones, la incorporación al castigo de países hasta ahora distanciados del conflicto y un compromiso todavía mayor de los aliados de Ucrania en suministros de armamento y ayuda financiera.
Más grave sería el uso de un arma táctica contra una ciudad, una instalación militar o un cuerpo del ejército dentro de Ucrania, no tan solo por las víctimas y la destrucción inmediata sino por los efectos radiactivos y, sobre todo, por el levantamiento del tabú nuclear. Sería como dar luz verde a posteriores disparos y a la guerra nuclear. La respuesta convencional, probablemente devastadora y a cargo de Kiev con apoyo de Estados Unidos, se ceñiría a objetivos militares vinculados al ataque. También conduciría a incrementar el suministro de armas y el alcance de los misiles, especialmente si el disparo nuclear se hubiera efectuado desde territorio ruso.
La estrategia rusa, definida en un documento oficial de 2010, contempla la eventualidad de un disparo para obligar al enemigo a sentarse a negociar, definida por el lema escalar para luego desescalar. A Putin le serviría también para sembrar la discordia entre los europeos, atemorizados por la ruptura del tabú sobre su territorio, y Estados Unidos, que puede librar la guerra desde el otro lado del Atlántico. Una decisión tal podría tomar cuerpo una vez el Kremlin hubiera agotado todos los otros instrumentos de coacción, como son los cortes de energía o ahora el sabotaje al gaseoducto Nord Stream, y se enfrentara sin remedio a una derrota definitiva.
Con la pistola atómica desenfundada y sobre la mesa, esta guerra no definirá tan solo el destino nacional de Ucrania, ni siquiera la consistencia geoestratégica europea, sino las reglas de la guerra futura. Si un Putin derrotado en el campo de batalla convencional consiguiera sobreponerse gracias a la amenaza, e incluso a un uso de la bomba sin respuesta, su ejemplo y el uso de esta arma diabólica cundirían a partir de entonces en un mundo sin ley y a disposición del más fuerte.