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¿Cuál es el valor del oro para Dios?
Notamos una gran disparidad en el episodio en el que el Señor Jesús observa a las personas entregando sus ofrendas en el Templo. Mientras que los ricos contribuían con lo que no les hacía falta, la pobre viuda ofrendó todo su sustento. La actitud de dar contrasta con la actitud de los religiosos de retener, y, en eso, vemos quién de hecho se lanza en la fe en Dios.
Cuando el Altísimo nos pide algo, no significa que Él necesite eso, porque el Señor es autosuficiente con relación a todo. Siendo así, entendemos que el valioso oro de este mundo, para Él, es como un elemento cualquiera.
El mismo poder que Dios usó para crear algo pequeño lo usó para crear algo grande. El mismo poder que usó para crear algo simple y aparentemente sin valor, como la paja, lo usó para crear algo valioso en la tierra, como las piedras y los metales preciosos.
Al afirmar que, en la Nueva Jerusalén, la plaza de la ciudad santa es de oro puro, los muros son de jaspe, las puertas de una sola perla y los cimientos de piedras preciosas, el Todopoderoso no quiere solo mostrar la belleza o la singularidad del lugar donde vamos a habitar, sino también revelar que lo que es exuberante para nosotros, para Él es simple.
Es decir, el oro, elemento por el cual, para adquirirlo aquí, los hombres mueren o matan, existe en abundancia para los salvos en el Cielo. Incluso, hasta lo pisarán, pues el metal tan precioso aquí, en la tierra, es usado para pavimentar la Ciudad Santa.
“Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios (…) El material del muro era jaspe, y la ciudad era de oro puro semejante al cristal puro. Los cimientos del muro de la ciudad estaban adornados con toda clase de piedras preciosas: el primer cimiento, jaspe; el segundo, zafiro; el tercero, ágata; el cuarto, esmeralda; el quinto, sardónice; el sexto, sardio; el séptimo, crisólito; el octavo, berilo; el noveno, topacio; el décimo, crisopraso; el undécimo, jacinto; y el duodécimo, amatista. Las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era de una sola perla; y la calle de la ciudad era de oro puro, como cristal transparente.”
– Apocalipsis 21:10,18-21
Entonces, pobres son aquellos que cambian lo que es eterno por lo que es pasajero; que ponen su corazón en el oro e ignoran al Altar. Esos dejarán de experimentar la excelente Creación del Altísimo, su habitación celestial, para experimentar el más terrible lugar: el infierno.
Ese es un cambio insensato, pues, por amor al “oro” de este mundo, muchos cambian al Cielo, un lugar de descanso y delicias eternas, por un lugar de sufrimiento y dolor sin fin.
Cuando leemos la parábola de Jesús sobre el tesoro escondido en un campo (Mateo 13:44), entendemos que las referencias de lo que es valioso para Dios difieren mucho de lo que es valioso para el hombre.
Para ilustrar cuán grandioso es el Reino de los Cielos y que vale todo lo que el hombre posee, el Señor Jesús usó un ejemplo muy común en Sus días. Cuando las personas tenían algo precioso, solían enterrarlo en un campo para protegerlo.
Esa idea nos puede parecer extraña, pero, en aquella época, no había bancos como tenemos hoy, por lo tanto, la seguridad consistía en esconder las riquezas debajo de la tierra.
Así, cuando el hombre de la parábola, realizando una actividad en el campo, descubrió un gran tesoro enterrado allí, de inmediato se dispuso a vender todo lo que había conquistado a lo largo de la vida para adquirir el campo y tomar posesión del tesoro.
Esa enseñanza trajo lecciones importantes. Voy a citar dos:
La concepción que tenemos del Cielo y de los valores eternos hacen que nos enfoquemos en aquello que es consistente y valioso para la eternidad.
Saber eso define cómo lidiamos con el dinero, con la fama, con los aplausos de este mundo e incluso con las pérdidas.
Pero, lamentablemente, no son pocos los que, aun siendo cristianos, hacen de todo para adquirir riquezas o estatus, inclusive, pasando por encima de los principios morales, de la ley y de los lazos afectivos.
Lo que ocurre es que, en el fondo, esas personas no creen en Dios y, mucho menos, hacen del Altísimo y de Sus promesas la razón de sus vidas. Al contrario, solo piensan en las realidades terrenales, no en las celestiales.
Mensaje sustraído de: El Oro y el Altar (autor: Obispo Edir Macedo)
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