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“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar…. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba habilidad para expresarse” (Hechos 2:1,4) Pentecostés fue más que un momento religioso; fue el inicio de algo poderoso. El Espíritu Santo no descendió sobre individuos al azar, sino sobre un grupo de creyentes que estaban unidos en propósito y expectativa. No solo estuvieron presentes físicamente: esperaron juntos, oraron juntos y creyeron juntos. Y fue en esa atmósfera de unidad espiritual que el cielo respondió. Hoy también nos reunimos. Nos encontramos en la iglesia, en eventos de jóvenes, en noches de adoración, en grupos pequeños. Pero queda una pregunta: ¿estamos simplemente juntos físicamente, o verdaderamente conectados en el Espíritu? Porque estar presentes es solo el comienzo; lo que Dios busca va mucho más allá. Él anhela corazones dispuestos, vidas rendidas y espíritus abiertos para ser llenados por Su presencia. Es una realidad que no podemos ignorar: hay jóvenes activos en la iglesia, comprometidos con programas semanales, sirviendo con fidelidad, pero con áreas de sus vidas que aún no han sido transformadas. Es fácil quedar atrapados en la rutina de hacer —cantar, servir, organizar, predicar—, pero nada de eso puede sustituir el poder que proviene de una vida llena del Espíritu Santo. A veces, sin darnos cuenta, nos acostumbramos a funcionar en vacío: hacemos lo correcto, sí, pero sin la presencia que lo llena todo de vida.
Dios no ha cambiado. Su Espíritu sigue siendo derramado. El mismo fuego que descendió en Pentecostés está disponible hoy. Y lo más poderoso: Él no está buscando perfección, sino corazones sedientos de Su presencia. Está buscando jóvenes que hagan una pausa en medio del ruido, que lo busquen con profundidad y que digan: “No quiero solo hacer cosas para Ti… quiero caminar contigo.”
Esta generación está llena de potencial. Hay pasión, creatividad, valentía y fuerza. Pero cuando todo eso se rinde a Dios y es llenado por Su Espíritu, se vuelve imparable. Lo que necesitamos no es más presión para actuar,
sino más espacio para que Su presencia se mueva.
La Iglesia primitiva no comenzó con un plan, sino con poder. Y ese mismo poder está disponible hoy para quienes se acerquen con el mismo corazón: unidos, expectantes y abiertos. Donde hay unidad, Dios envía bendición. Donde hay sed, Él sacia. Y donde hay fuego, hay vida. Porque cuando el Espíritu Santo llena una vida, no la deja igual. Nos cambia, nos guía y nos impulsa para cumplir con el propósito eterno de Dios. Que esa sea nuestra realidad.
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